FAMILIA Y VIDA.
LA FAMILIA,
COMUNIDAD DE VIDA, ESCUELA DE AMOR
San Juan Pablo II ya lo comentaba en la exhortación apostólica Familiaris Consortio “La familia es una comunidad de vida que tiene una consistencia autónoma propia..”. La familia no es la suma de las personas que la constituyen, sino una «comunidad de personas». Y una comunidad es más que la suma de las personas. Es el lugar donde se aprende a amar, el centro natural de la vida humana. El servicio es el criterio del verdadero amor. El que ama sirve, se pone al servicio de los demás. El amor, darse al prójimo, el servicio se aprende especialmente en la familia, donde nos hacemos, por amor, servidores unos de otros.
La familia está hecha de rostros, de personas que aman, dialogan,
se sacrifican por los demás y defienden la vida, sobre todo la más frágil, más
débil. Se podría decir, sin exagerar, que la familia es el motor del mundo y de
la historia. Cada uno de nosotros construye la propia personalidad en la
familia, creciendo con la mamá y el papá, los hermanos y las hermanas,
respirando el calor de la casa.
La familia es el lugar donde recibimos el nombre, es el lugar de
los afectos, el espacio de la intimidad, donde se aprende el arte del diálogo y
de la comunicación interpersonal. En la familia la persona toma conciencia de
la propia dignidad y, especialmente si la educación es cristiana, reconoce la
dignidad de cada persona, de modo particular de la enferma, débil, marginada,
donde no se descarta al anciano.
Allí en la familia «se aprende a pedir permiso sin avasallar,
a decir “gracias” como expresión de una sentida valoración de las cosas que
recibimos, a dominar la agresividad o la voracidad, y allí se aprende también a
pedir perdón cuando hacemos algún daño y nos peleamos, porque en toda
familia hay peleas el problema es después pedir perdón.
Estos pequeños gestos de sincera cortesía ayudan a construir una
cultura de la vida compartida y del respeto a lo que nos rodea» (Laudato si’,
213).
Cuando pensamos
en educación muchas veces nos enfocamos principalmente en la que se recibe en
el colegio a través de los maestros. Sin embargo, es necesario
recordar que la educación de una persona tiene como fuente principal su
familia, es la primera escuela, ya que es el primer lugar donde se desarrolla y
aprende aquello que le guiará (o por el contrario, le desorientará)
durante su vida.
La familia es el hospital más cercano, cuando uno está
enfermo lo cuidan ahí mientras se puede, la familia es la primera escuela
de los niños, es el grupo de referencia imprescindible para los jóvenes, es el
mejor asilo para los ancianos. La familia constituye la gran «riqueza social»,
que otras instituciones no pueden
sustituir, que debe ser ayudada y potenciada, para no perder nunca el justo
sentido de los servicios que la sociedad presta a sus ciudadanos.
Estos servicios
que la sociedad presta a los ciudadanos, no son una forma de limosna, sino una
verdadera «deuda social» respecto a la institución familiar, que es la
base y la que tanto aporta al bien común de todos. La familia
también forma una pequeña Iglesia, la llamamos «Iglesia doméstica»
que, junto con la vida, encauza la ternura y la misericordia divina.
En la familia la fe se mezcla con la leche materna: experimentando
el amor de los padres se siente más cercano el amor de Dios. Es la primera y
principal catequesis, la casa también es el primer lugar donde ha de darse el
encuentro con Jesús. Y en la
familia y de esto todos somos testigos los milagros se hacen con lo
que hay, con lo que somos, con lo que uno tiene a mano y muchas veces no es el
ideal, no es lo que soñamos, ni lo que «debería ser». Gracias a que no
depende de nuestras fuerzas y pureza, recordemos las palabras de San Pablo «donde
abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20), y en la familia de cada uno
de nosotros y en la familia común que formamos todos, nada se descarta, nada es
inútil.
Todo esto es la comunidad-familiar, que pide ser reconocida como
tal, más aún hoy, cuando prevalece la tutela de los derechos individuales. Y
debemos defender el derecho de la familia. Cierto que ante la situación de
muchas familias desestructuradas, hoy necesitan las familias más ayudas de
otras familias, de la Iglesia, que se produzca un milagro, pero no hay que perder la esperanza porque está por venir
el tiempo donde gustamos el amor cotidiano, donde nuestros hijos redescubren el
espacio que compartimos, y los mayores están presentes en el gozo de cada día. Sin
olvidar que cada cambio social comienza con la conversión personal.