CATEQUESIS SOBRE LOS
MANDAMIENTOS. DECIMO MANDAMIENTO
LOS DESEOS MALVADOS DEL CORAZÓN
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Nuestros encuentros sobre el Decálogo nos
llevan hoy al último mandamiento. Lo escuchamos al principio. Estas no son solo
las últimas palabras del texto, sino mucho más: son el cumplimiento del viaje a
través del Decálogo, que llegan al fondo de todo lo que encierra. En efecto, a
simple vista, no agregan un nuevo contenido: las palabras «no codiciarás la
mujer de tu prójimo [...], ni los bienes de tu prójimo» están al menos latentes
en los mandamientos sobre el adulterio y el robo. ¿Cuál es entonces la función
de estas palabras? ¿Es un resumen? ¿Es algo más?
Tengamos muy en cuenta que todos los
mandamientos tienen la tarea de indicar el límite de la vida, el límite más
allá del cual el hombre se destruye y destruye a su prójimo, estropeando su
relación con Dios. Si vas más allá, te destruyes, también destruyes la relación
con Dios y la relación con los demás. Los mandamientos señalan esto.
Con esta última palabra, se destaca el hecho de
que todas las transgresiones surgen de una raíz interna común: los deseos
malvados. Todos los pecados nacen de un deseo malvado. Todos. Allí empieza a
moverse el corazón, y uno entra en esa onda, y acaba en una transgresión. Pero
no en una transgresión formal, legal: en una transgresión que hiere a uno mismo
y a los demás.
En el Evangelio, el Señor Jesús dice
explícitamente: "Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las
intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias,
maldades, fraudes, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas
estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre”."(Mc 7,21-23).
Entendemos así que todo el itinerario del
Decálogo no tendría ninguna utilidad si no llegase a tocar este nivel, el
corazón del hombre. ¿De dónde nacen todas estas cosas feas? El Decálogo se
muestra lúcido y profundo en este aspecto: el punto de llegada –el último
mandamiento- de este viaje es el corazón, y si éste, si el corazón, no se
libera, el resto sirve de poco.
Este es el reto: liberar el corazón de todas
estas cosas malvadas y feas. Los preceptos de Dios pueden reducirse a ser solo
la hermosa fachada de una vida que sigue siendo una existencia de esclavos y no
de hijos. A menudo, detrás de la máscara farisaica de la sofocante corrección,
se esconde algo feo y sin resolver.
En cambio, debemos dejarnos desenmascarar por
estos mandatos sobre el deseo, porque nos muestran nuestra pobreza, para
llevarnos a una santa humillación. Cada uno de nosotros puede preguntarse: Pero
¿qué deseos feos siento a menudo? ¿La envidia, la codicia, el chismorreo? Todas
estas cosas vienen desde dentro. Cada uno puede preguntárselo y le sentará
bien. El hombre necesita esta bendita humillación, esa por la que descubre que
no puede liberarse por sí mismo, esa por la que clama a Dios para que lo salve.
San Pablo lo explica de una manera insuperable, refiriéndose al mandamiento de
no desear (cf. Rom 7: 7-24).
Es vano pensar en poder corregirse sin el don
del Espíritu Santo. Es vano pensar en purificar nuestro corazón solo con un
esfuerzo titánico de nuestra voluntad: eso no es posible. Debemos abrirnos a la
relación con Dios, en verdad y en libertad: solo de esta manera nuestras
fatigas pueden dar frutos, porque es el Espíritu Santo el que nos lleva adelante.
La tarea de la Ley Bíblica no es la engañar al
hombre con que una obediencia literal lo lleve a una salvación amañada y,
además, inalcanzable. La tarea de la Ley es llevar al hombre a su verdad, es
decir, a su pobreza, que se convierte en apertura auténtica, en apertura
personal a la misericordia de Dios, que nos transforma y nos renueva.
Dios es el único capaz de renovar nuestro
corazón, a condición de que le abramos el corazón: es la única condición; Él lo
hace todo; pero tenemos que abrirle el corazón.
Las últimas palabras del Decálogo educan a
todos a reconocerse como mendigos; nos ayudan a enfrentar el desorden de
nuestro corazón, para dejar de vivir egoístamente y volvernos pobres de
espíritu, auténticos ante la presencia del Padre, dejándonos redimir por el
Hijo y enseñar por el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el maestro que nos
enseña. Somos mendigos, pidamos esta gracia.
"Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 3). Sí, benditos aquellos
que dejan de engañarse creyendo que pueden salvarse de su debilidad sin la
misericordia de Dios, que es la sola que puede sanar el corazón. Solo la
misericordia del Señor sana el corazón.
Bienaventurados los que reconocen sus malos
deseos y con un corazón arrepentido y humilde, no se presentan ante Dios y ante
los hombres como justos, sino como pecadores. Es hermoso lo que Pedro le dijo
al Señor: “Aléjate de mí, Señor, que soy un pecador”. Hermosa oración ésta:
“Aléjate de mí, Señor, que soy un pecador”.
Estos son los que saben tener compasión, los
que saben tener misericordia de los demás, porque la experimentan en ellos
mismos.